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PERFIL PARA UN ACADÉMICO CATÓLICO EN LA UNIVERSIDAD DEL SIGLO XXI

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Publicado en la edición número Dos

1.     ¿Cómo caracteriza usted al joven universitario del siglo XXI (aspectos positivos y negativos)?

El universitario del siglo XXI  suele ser siempre  el más privilegiado de los jóvenes en cada sociedad al tener acceso al nivel superior de enseñanza y, desde ahí, a los estratos laborales más elevados en su sociedad. Por ello, suele por ósmosis ser reflejo de los valores propios de las clases sociales más privilegiadas.

Comenzando por los aspectos positivos, y con el temor de que lo que digo pueda resultar una generalización excesiva, podemos decir que el universitario actual es, en general, una persona que busca y alcanza una gran competencia profesional, sensible a la situación ecológica del planeta y a las injusticias sociales. Sin embargo, esto no le suele conducir a compromisos concretos. En la práctica, salvo grupos pequeños especialmente militantes, suele haber en los jóvenes universitarios una gran distancia entre lo que piensan y lo que viven. Por otra parte, suelen ser de una pasividad grande, incluso escépticos, en el ámbito de la política.

Muchos son los que, durante su vida universitaria, defienden ciertos ideales, la justicia, los derechos humanos, la necesidad de un mundo más solidario, etc. Sin embargo, su formación académica no la orientan tanto a poder más tarde trabajar por estos ideales sino a poder insertarse del modo más ventajoso posible en el mercado de trabajo. Los ideales y valores humanos, en la mayor parte de los casos, ceden a los valores neoliberales de productividad, competitividad y consumo, que se asumen dogmática y acríticamente. Sólo aquellos insertos en comunidades que viven algún estilo e ideal de vida son capaces de ‘sobrevivir’ a esta imposición de los valores neoliberales y economicistas. En conclusión, surgen dos tipos de universitarios: los que se orientan en la práctica a poder ocupar un puesto preeminente en la sociedad de consumo y en la economía de mercado, y los que se orientan con su saber a poder servir a otros (lo que no significa que sean menos competentes. Al contrario, suelen tener un motivo mayor para ser los más formados y eficaces). Siempre hay que elegir  quién se quiere ser y cómo se quiere vivir.

 

2.     ¿Por qué se ha llegado a esto?

Sin duda, el siglo XX trajo consigo un proceso de ‘desencantamiento’, de escepticismo y pérdida de los grandes ideales. No sólo cayeron las grandes ideologías (marxismo, anarquismo) sino también las grandes creencias, especialmente las religiosas. No es que no haya creyentes, sino que la secularización social ha sido tan intensa que incluso los creyentes creen poco y orientan su vida práctica no tanto por sus creencias como por otras nuevas, proporcionadas por el pensamiento que se ha impuesto en el mundo como dogma único: el neoliberalismo economicista.

Bajo esa perspectiva ha crecido el individualismo: cada uno vela por sus intereses, desentendiéndose del bien común. El otro interesa en la medida en que sirve a los propios intereses. Por otra parte, el liberalismo, que inicialmente consistía en la defensa de las libertades individuales, se convirtió, de la mano del capitalismo, en el instrumento de defensa de los intereses de los más poderosos. De este modo, lo que se propone como ideal de vida no es el bien común o la verdad, sino el bienestar: ésta es la base del Estado de Bienestar como ideal de vida. Pero este ideal, que sólo algunos alcanzan a costa de los más pobres, ha barrido cualquier otro ideal de vida. Por ello, el universitario, en general, tiende a entenderse a sí mismo como un aspirante a la ‘buena vida’ en el sentido de confort y alto nivel de consumo.

 

3.     ¿Qué opina usted sobre la comercialización de las universidades en general y de las humanidades en particular, en términos de ‘formación integral’, ‘excelencia educativa’ y ‘competitividad’?

Coherentemente con lo anterior, la mayor parte de las universidades, incluso algunas que se llaman de ‘inspiración católica’ (que más bien lo son de ‘expiración católica’), se han convertido en eficacísimos instrumentos al servicio de la economía de mercado. Todos sus esfuerzos están puestos en la promoción de individuos competitivos que buscan poder insertarse eficazmente en el mercado de trabajo. No promocionan personas sino piezas productivas para poder rendir al servicio de la productividad empresarial. Por consiguiente, estas universidades han renunciado a una de sus funciones capitales: la de la promoción integral de las personas y la de formarlos para procurar un mundo más justo y humano. Y, lo más grave, han reducido a las personas a cosas, a elementos productivos.

Estamos en tiempos de mucho profesor y poco maestro, de mucha aula pero poca universalidad académica, de mucha información pero poca formación humana, de mucho dato pero poca sabiduría, de mucha palabra y poco concepto, mucha metodología y poca educación. Y es que se ha olvidado que, como dijo Edith Stein, la educación es, ante todo, una cuestión antropológica. Si la educación universitaria no está al servicio de la persona, no sirve.

 

4.     ¿Cuáles son las funciones que la Universidad no debe abandonar hoy menos que nunca?

La promoción integral de la persona del alumno, la promoción integral de la persona del profesor, estar al servicio del más necesitado y la presencia social para promocionar una sociedad y un país más justo. No se estudia en la universidad para provecho propio sino para que revierta esta sabiduría en el bien común y la justicia social.

 

5.     ¿Cómo caracteriza usted el entorno académico de la universidad secular en el siglo XXI respecto al cultivo de las humanidades?

Aunque generalmente se distinguen ciencias de la naturaleza y ciencias del espíritu, es decir, ciencias y humanidades, en realidad el saber y la verdad no admiten divisiones. Sin embargo, el cientificismo que trajo consigo el positivismo del siglo XIX impuso como dogma que sólo era saber racional aquel empíricamente comprobable y matemáticamente expresable. De esta manera, el saber humanístico (filosofía, teología, psicología, etc.) eran relegados y catalogados como un saber de segundo orden, como pseudociencias e, incluso, como falsos saberes. Esta concepción, aunque ya superada por la epistemología, ha pervivido en la práctica. Y ha sido así porque las ciencias y tecnologías tienen una ‘ventaja’ respecto de las humanidades: su rentabilidad económica. En este tiempo de economicismo ciego no se ve más allá y, por ello, incluso en universidades católicas, la ausencia de cursos de filosofía y de teología en sus planes de estudio son clamorosos. Se prefiere invertir en estudios informáticos, económicos, administrativos o tecnológicos. Sin embargo, sin estudios humanísticos, es la misma cultura la que se resiente. La ausencia de las humanidades ha llevado a esta cultura cientificista a la más grave y profunda de las barbaries. Y esta barbarie radica en que la ciencia y la técnica, sin su referente humanístico, pierden su sentido, su fin, su norte, y se convierten en saberes que se cierran sobre sí, dando lugar, en última instancia, a un nuevo Leviatán, que devora a la humanidad en provecho propio.

 

6.     Cuáles son las características que se requieren del académico cristiano para incidir en esa realidad

En el profesor cristiano la fe se hace cultura. Y esto es tanto como decir que su saber, su hacer y su querer se ponen al servicio de las personas. Si la persona, especialmente el pobre, es el alfa y omega del quehacer intelectual del profesor cristiano, si la misión del profesor cristiano es la promoción integral de las personas y de una sociedad más justa, no puede ser su tarea un mero ejercicio académico o teórico. Ha de bajar de su Olimpo para ejercer una diaconía, un servicio. Y este servicio, que es una misión, es siempre humanístico. Aún más: personalista. Aunque sea profesor de ciencias o de tecnología, de economía o de gestión de empresa, nunca puede perder de vista que todo saber humano, si quiere ser humanizante, libertador, instaurador de la justicia, sólo puede tener un norte: la promoción de las personas.

Pero esto, que juzgamos válido para todo profesor, lo es con más razón para el creyente, pues la Iglesia y sus miembros sólo tienen sentido para la misión evangelizadora.

Para que el profesor cristiano pueda incidir en la realidad universitaria  ha de ser fiel a su misión. Y esto significa que ha de vivir su docencia no como un puro trabajo, sino como una vocación. Una vocación que tiene como sentido profundo las personas a las que sirve. Y, para ello, ha de vivir desde el silencio, desde la toma de conciencia en el silencio orante de su misión, recordando una y otra vez el para qué de su actividad. En segundo lugar, esto no será posible si lo vive en soledad: vivir en comunidad es esencial para el intelectual cristiano. Por último, aunque es lo más importante, sólo será posible esta presencia testimonial y fecunda desde la unión con Aquel que es la luz, desde la experiencia continua del Acontecimiento de Cristo en su vida.